UN DÍA DESCONOCIDO
En el medio de esa mañana a plomo me di cuenta de que ella me dejó extrañado. Fue cuando entré y me dijo:
–¿Quién sos? ¿Dónde estamos? –dijo ella con la mirada atravesada detrás de esa sumatoria de velos cristalizados por los años, y tan frágiles.
–Soy yo… –dijo él dándose cuenta de que ya no le quedaba un yo. Estaba caído de la memoria de ella, y sin opciones respondió con un caramelo de miel con sabor a ensueño.
–¡Gracias!
Los diarios quedaban todos extraviados y, paradójicamente, ahí me encontraba, ¡desconocido!, y quizás develaba la única Verdad. Era como un llamador de ángeles o de crisis antiguas que hacían una ronda de la mano. ¿El reconocimiento era fuera de sí? ¿Soy en los recuerdos del otro? En realidad amontonaba fragmentos de otro lado, el barrilete estaba sin cola, sin historia mientras me iba con todo en caída libre.
Era literal y ya no sabía dónde la podía encontrar. Estaba perdiendo las creencias y así como un incrédulo comenzaba a descreer hasta de mi propia pasión, de ahí que la revisaba cada 2 minutos para saber si aún estaba con vida. Pero sabía que detrás de mí venían todas las despedidas en la frente; como un niño que tira de ese juguete con un hilo, o las asociaciones que me traían cuadros en fila. La otra verdad era que no sabía si mi reminiscencia progresaba o terminaba con lo último que era; y pensar que la reconocí por el trazo.
Esa madrugada me levanté de tanto mal humor que era inédito. No me venía a la mente porque nunca me había visto así. Fue durante esa mañana nublada en el medio de la sala cuando ella hizo el gesto con su mano en diagonal, un signo, una señal, un dibujo en el aire, y fue justo en ese momento cuando la reconocí y las huellas empezaban a encajar, eso pensé. Estábamos hablando mientras ella comía una galletita y las migas cayeron sobre su vestido, y allí realizó el movimiento con el brazo cruzando mi vista; así trajo mi infancia de un tirón como ese niño que llevaba sus carritos de otros paseos con hilos hilados, deshilachados, cortados, también de historias interrumpidas. Era como una excursión por los souvenirs, o lo que quedó de ellos, ese ardor por querer retener la vida viva y coleando. Eran objetos concretos, era en carne viva, el eco llamaba a la mesa, las voces retumbaron en el vacío, el canto me acercaba, ¡era sublime!, ¿cómo resistirme?, si estaba de vuelta encantado. Algo me decía que el gesto era el mismo. Todo esto hacía un bollo, una galleta difícil de traducir, y no había hilo de donde tirar. Quizás esta era la marca de un allá y entonces, demasiado lejos. Mi memoria lo hacía sin ningún esfuerzo, no era asociación libre, sospechaba de esa construcción, fue cuando la pesqué en el aire, y las olas del mañana inundaban mi mente; así, porque sí, sin pedir permiso, sin avisar, sin golpear la puerta. De ella lo recordaba todo en el simple gesto de acariciar su pelo, en el mínimo acto de darle un beso en la frente, era hasta el último detalle. Los fenómenos del día estaban en sus palabras.
–¿Cómo es que pensaste en Ella y me elegiste a mí? –dijo ella.
–¡Claro! ¡Por eso mismo! Era cuestión de que las huellas encajaran, digo… ¿de qué hablás? Estás tan sacada que no te reconozco –dijo él.
–Ella… Siempre Ella, como ese “eterno retorno”, decía Nietzsche.
–¿Qué hice? Solo veo malas señales.
–¿Cómo pudiste hacer semejante cosa?
–Parecés salida de mí, como fuera de mi mente… no te reconozco… ¡volvé!
–¿No entendés? –lo dijo haciendo hincapié.
–¿Qué no entiendo?, ¿a qué te referís con todo esto?, ¿adónde querés llegar? Sos vos… sé que sos vos… y quizás sea lo único que sepa, te reconocí entremedio de las fechas, por las conmemoraciones…
–Te quiero… –lo dijo con el amor en la boca.
–Y yo te quiero a vos… –ya eran irreconocibles.
–Pero ¿qué pasó?
–Qué bella expresión te quiero… parece saltar lo imposible. ¿Nunca te preguntaste que es querer?
–Es querer juntar las marcas, un paso perdido entre otros, pero aquí con esa persona, o algo así… o para tener con quien acopiar imágenes para después verlas juntos.
–¡Qué novelesca! Para mí es para que te quieran… como la boca que quiere besarse a sí misma… o para que te lleven de acá… es otra alternativa, sin lugar a duda. Cuando se juega todo por el todo no hay dudas.
–No pretende menos el querer: ¡vamos por todo!
–¡Siempre!
–Es que vos la agrandás mucho.
–¡¿Qué?! ¿No estábamos hablando de querer?
–No, no, eso surgió entremedio.
–¿Y entonces?
–Te estoy diciendo que esto así no va más, te equivocaste, hiciste todo mal, ¡a ver!, ¡decime!, ¿cuándo hiciste algo bien? Aunque sea una vez… si la hay…
–Ahora no… pero en algún momento hice… o me pareció que estaba por salir algo bien y luego cayó en desgracia… le pasa a cualquiera en cualquier jornada como una sorpresa; o un acto de magia siniestro, esa mala jugada me dio vuelta todo y después no supe para dónde salir disparado. Es extraño, porque después queda una astilla en la mente o en la carne, en el corazón o en la sangre, da lo mismo, es una idea revuelta que da cuenta de lo ocurrido, y de la que se viene. Como ese sol de las cuatro horas que encandila y lo enceguece todo, como una venda en los ojos, pero de luz.
–¡Lo ves! ¡Ni siquiera te acordás! Y empezás con esas historias enredadas de las palabras, de qué pasó, qué porvenir, quién es quién, con el único fin de darte un Fin zanjando los años, deseás un sentido para todo esto y dejás un surco de tanto ir y venir en la habitación. No sé qué va a decantar en vos, pero a mí me preocupa el nosotros.
–¿Cuándo me vas a reconocer?
–¿Por qué semejante ilusión? Sin embargo, todo comienza con grandes expectativas…
–Leí en Caminos del reconocimiento de Paul Ricoeur que existe el reconocimiento como gratitud.
–Ah, ¿eso no era algo teórico?
–¿Cuál es la diferencia? Yo con vos quería el cielo por asalto, quería lo imposible de una tragedia griega, lo tenía fijado en el cuerpo –dijo él mientras movía la mano izquierda.
–¡Por favor! ¡No te pongas poético! –dijo ella con los ojos más abiertos.
–En el Quijote dicen que para colmo se puede hacer poeta que, según dicen, es una enfermedad incurable y pegadiza… ya me parecía que la salud estaba invertida…
–Olvidemos, así me das el perdón.
–¿Vamos a realizar un olvido sobre otro?
–Y a vos ¿qué te parece?
–Nos queríamos sin saber quiénes somos… –de todos modos verificaba el mensaje de punto a punto con las señas, tenía la marca, era la metáfora encarnada y entretanto se hacía consciente de que no quedaba mucho hilo.
–¿Y ahora en qué pensás?
–En vos, en el cielo… mi vida…
–¡Lo ves! ¡Estás perdido! Hacés menciones a todas luces.
–Y eres la luz de mis ojos…
–Tenemos que aceptar el hecho de que no podemos volver a verla.
–Nos hemos movido entre las historias.
Ese día la reconocí cuando me dijo: “Te quiero”. A decir verdad, tenía esas palabras grabadas, creo que fue lo único que reconocí en un largo tendal de años. Pero ¿era ella o era mi resplandor que se superponía con ella que estaba delante mío? ¿Quién o quiénes estaban allí conmigo? Quizás, era el brillo de mis ojos el que no me dejaba verla tal cual era, ¡tal cual! Mientras creía que ella era aquella la confundía a ella misma. Entonces, ¿quién sos vos?, y a su vez el silencio se apoderaba de nosotros. Todo iba junto por las fisuras de las cicatrices. Pero seguía teniendo su voz en la cabeza, como un susurro, eran los puntos que no cerraban las heridas. De hecho, sentía que me estaba descosiendo, sinrazón alguna. Relojero era un buen corredor y al mismo tiempo yo vivía de nada y estaba a todo de ser el reverso de un verso en la memoria de alguien, ya soñaba con ese momento.
En realidad yo la había conocido en el medio de la ciudad, en uno de esos tantos días en que andaba extraviado por las mismas calles; la reconocí en la multitud por su vestido azul con flores en blanco y violeta, con las piernas desacompasadas y el hombro derecho caído hacia afuera, sumado con su cabello negro danzante con el viento; y con piernas sumamente delgadas y con buen ojo para hacer boquetes en el muro, era lo que necesitaba. La había detallado por su voz en esa mañana emplomada, y embromada, entre serpentinas y cascabeles, entremedio del ruido de una mañana agitada y el llanto de una niña, en un mar de traducciones que ya eran de otras versiones, algunas fallidas, se venía la hecatombe, la veía venir a lo lejos; y todo volvía a ese libro de Gabriel García Márquez donde vivía El amor en los tiempos del cólera.
Quizás las señales no eran del presente sino de otro lado, y estaban bien presente. Porque me parecía que la experiencia cambiaba dependiendo los años. En aquel momento algo daba en la tecla o por debajo de la mañana. Me hice en el error, y quedé tecleando, de vuelta en vueltas, en esa mañana ya éramos lo mismo, la misma masa, la misma cosa, la misma piedra. Yo no podía distinguir entre ella y yo, de ahí que le daba un poema firmado: Siempre tuyo. Era como un tú y un yo, ¡confundidos! Y así fue la verdad, cada día me reconocía un poco menos. Al fin y al cabo todos estamos, al menos en principio, desconocidos en este desierto de las ciudades repletas y en la soledad de las multitudes.
A ciencia cierta sabemos que él estaba por enésima vez con viejas escrituras y la plasticidad lo estaba abandonando cada día un poco más; paso a paso en el medio de la bruma los días eran cortinas que comenzaban a cuestionar la percepción. ¿Hubo alguna vez algo así como percibir? De la apercepción, de tomar consciencia, no llegaron ni noticias y las marcas estaban más que en la cresta de la ola y hasta los dibujos eran del tiempo. Por las dudas, es necesario aclarar que tanto los apuntes como los castillos son ¡en el aire!; y pensar que eso era apuntalar la vida.
Y me seguía preguntando: ¿por qué me enamoré? ¿A quién y qué reconocí en el amor? Acaso, ¿el amor me reconoció? Algo declaraba que me había convertido en la borra del café, y no recordaba si era café, té, jugo, o simplemente un instante nos alcanzó a los dos y nos dejó detenidos: en ese paraje de los días, en una puntada del entretejido, en ese lugar adonde retornábamos, o en ese punto fugado. ¿El reconocimiento total era quedar encantado? Desde que había llegado de Europa, otra huella que nunca terminaba de encajar desde el inicio, estaba perdido y ya no veía igual las calles. Pero estaba cantado, mis ojos ya no eran los mismos, yo tampoco lo era. Quizás, ¡al fin!, me estaba reconociendo en la tierra de la lengua; y no era el agua al cuello, sea como sea estaba convencido de que podía recuperar lo perdido. El bucle cada vez me quedaba más lejos de hoy… aún…
Ese día en el medio del desconcierto es que me levanté de este pensamiento viviente… solo fue mi imaginación: la historia, el clima, los detalles, la pasión, el error, fueron las energías y el tiempo volátil, el amor, las letras y los pincelazos, el beso y la angustia, la bruma y la sonrisa, el zumbido, el parecido, el canto, la voz, la analogía, y hablaba claro, escarnecido, embromado, saltado de la trama, y mientras temblaba, fueron estas esculturas astilladas; y ya fue… ese día, y en verdad, fue un día desconocido o era a flor de piel. Aquí me quedé remontando este barrilete de los pasos perdidos que no eran los mismos, y tenían el aire de otros días vividos y repasados. Los reconocí a la legua, y aún no sé quién soy yo ni quién sos vos, y mucho menos sabré dónde… ¿en cuál suspiro? ¿En cuál puerta quedamos para encontrarnos? (¿en cuál laguna?).
3 de agosto de 2022
Gabriel Pranich nació en Buenos Aires en 1976. Es licenciado y profesor en Ciencias de
la Educación (UBA) y licenciado en Artes Visuales (UMSA). Escritor, docente, e
investigador en el Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación de la
Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Dirige el Proyecto de Investigación: Una
narración de la formación docente en artes (convocatoria 2021) con beca del Instituto
Nacional de Formación Docente. Ha publicado diversos ensayos breves y artículos en
relación con la construcción metodológica en una investigación, sobre educación y la
plasticidad del arte.