Foto: Emma Papaioannou on Unsplash
AL ACECHO
Sobre La caracola de Graciela Batticuore, ed. Conejos, 2021
Dice Gilles Deleuze, en el Abecedario, para la letra C (cultura, según se le propone), sentado frente a la cámara, en mil novecientos ochenta y ocho, que está al acecho de las obras, de las películas, de los libros, de las pinturas. Que esos son los encuentros verdaderos, no los encuentros con las personas, sino con las obras. Se le señala que lleva una rutina meticulosa, que va una vez por semana al cine, una vez por semana a una muestra de pintura. Se le pregunta cómo se combina ese esfuerzo sistemático con la acechanza. Tal vez, porque la acechanza tenga que ver con el azar. Pero no. Deleuze responde en la línea de J.A.Baker, en El peregrino. Habría una extensión de tiempo previa y condicionante del encuentro, una disponibilidad para ese estar alerta, para que aparezca, tal vez, el halcón peregrino, inalcanzable, para Baker, el encuentro con una película, intraducible, para Deleuze. Estar al acecho conlleva un esfuerzo. En La caracola, la última novela de Graciela Batticuore, publicada recientemente por Editorial Conejos, vibra una escena en la que Nina, su protagonista, encuentra un destello de belleza en el pesebre que su familia armaba todos los años para la Navidad. “No había magia. No había derroche. No había ilusión”. Pero en la construcción artesanal bajo el árbol navideño, sobre el piso del comedor, entre las figuras de pastores, campesinos, los reyes magos que llegaban de lejos, las ovejas, los carneros y los camellos, había un lago. “Eso era lo que a mí me gustaba más, de todo aquel escenario religioso que se montaba en el comedor de la casa, para darme la única ilusión navideña de la que yo sabía sacar provecho”. Lo que a esa niña le gustaba era, por un lado, la inadecuación de un lago en Belén y, por otro, el reflejo de las figuras de yeso sobre la superficie espejada. Inadecuación, entonces, como condición del reflejo. ¿Qué espera alguien que está al acecho? Estar al acecho, no solo implica estar alerta, sino al mismo tiempo, estar disponible. ¿A qué? Esta escena, a mi juicio central en la novela, se ajusta como un imán a esa pregunta incesante que el personaje de Nina se formula sin responder, la pregunta que lleva atada, y que se relaciona con la escritura. Nina es actriz, escribe un diario. Está al acecho de un lenguaje propio. ¿En qué recoveco de la espiral de la escritura hará su aparición la forma y el sonido de la caracola? Novela sobre el lenguaje, novela sobre la escritura, relato del pasadizo que lleva del silencio a la posibilidad del decir. ¿Callar?, parece preguntarse esta novela. Entonces, ¿callar? ¿Ante qué?
“Yo me guardaba bien de hablar la lengua de mis padres. O tal vez tendría que decir de mi mamá, porque ella era la soberana. Pero la suya era una lengua desarticulada, tosca, una lengua que yo creía sucia, que me hacía sentir inferior lejos de casa o ajena a ese mundo al que pertenecía por derecho de nacimiento. Porque lo que yo quería era ser otra entre ellos”.
Sobre la narración en tercera persona de la infancia y adolescencia de Nina sobrevuela el rumor de una lengua de origen que la cohíbe: el dialecto napolitano. Lo que esa niña registra –y aquello que la narradora, muestra– es la conciencia dolorosa y vergonzante de que no se trata de un dialecto de prestigio. Se trata de una lengua íntima, familiar, que debe ser velada, escondida, para que el afán también familiar de inserción de la hija sea satisfecho. Aquí la narración toca un universal, es decir, apela a un nudo que se lleva históricamente en Argentina, en diversos grados. Un nudo, es decir, una atadura, del mismo modo que el personaje de Nina lleva atada la pregunta por la escritura. La inmigración, los relatos de inmigración. ¿En qué lenguaje, parece interrogar esta novela, es posible narrar esa experiencia para otros? La lengua de origen, en este caso el dialecto napolitano, alcanza para la madre, pero no para la hija. Para ella, es desmesurada. Es decir, la sintaxis materna es arrasadora. Deja marcas y deja una luz. Cuando leí la novela, le escribí inmediatamente a Graciela. Le mandé una foto de la tapa del libro. Estaba en la terraza, así que me ocupé de que la luz intercediera. Ella me contestó con una foto. Lo que se ve en esa foto, de su casa, es una ventana con una luz similar a la que opera sobre la narración. Una luz cortés a la narración.
“Leo y corrijo. Miro de vez en cuando hacia afuera: las plantas en la terraza están quemadas por el sol. No las regué y las aniquiló el calor. Pero abajo, en los patios, resplandecen los helechos.
Todo lo que olvidamos muere”.
Pensé en Deleuze, otra vez. Qué cortés parece Deleuze en su departamento de París, durante la entrevista, qué notablemente cortés es al saber que ese material que está grabando será reproducido después de su muerte y no antes. Se refiere a su libro sobre Leibniz, acerca de la noción de pliegue, porque ya no será él quien hable y quien sea escuchado, sino un porvenir del que no formará parte. Pero, en otro momento, se remonta al pasado. A Verlaine. Dice, y se emociona, que el mayor poeta de la lengua francesa caminaba a la madrugada, solo, perdido en el alcoholismo, por una calle cercana, señala, dice acá, muy cerca, hace un gesto que acompaña siglos y una caminata, y es en el gesto de su mano que barre lo indecible, es así cómo la acechanza se torna visible, cumple un pasaje misterioso hasta los pasos de Verlaine, un halcón peregrino, las figuras de yeso reflejadas sobre un lago artificial en un pesebre, la luz que aparece recubriendo una marca. Marca imborrable y luz también imborrable: la idea de que estar al acecho supone un pudor, una zona de secreto, un dolor, un dialecto considerado menor en relación con los dialectos llamados de prestigio manifiesto, como el toscano, que finalmente prevaleció como lengua estándar en Italia. Hay escenas de profunda felicidad en la infancia de Nina, como si el rumor de ese lenguaje que debía ser escondido hacia un afuera, tuviera, en la vida, un carácter, precisamente, acaracolado. El pasaje es sin tensión, porque los personajes están concebidos con volumen y precisión, cerca y lejos de la experiencia vital, en una distancia justa que el narrador en tercera sabe imprescindible. A través del Diario de Nina, que compone la segunda parte de la novela, aparece, en su adultez, una poética.
“2 de mayo
[…]
Hay que perderse en la espesura para encontrarse.
Hay que escribir para conocer.
Escribir con lo que no se sabe.
Entrar en el bosque y en la tierra húmeda.
Ir hacia atrás y regresar a la puerta sagrada.
Volver. Más allá de la niña”.
En esta poética, la opción de callar ante la sintaxis materna, de velarse a sí misma sumergida en términos del español, porque Nina navega entre las palabras (ínsulas, barcarolas) del napolitano, (cuyine: almohada; cupine: cucharón), estar al acecho supone una escritura que es siempre vigilia. ¿Cuándo vence hablar del padre y de la madre?, se pregunta María Moreno. ¿Qué clase de vigilia sobre el pasado? ¿Y qué tipo de vigilia sobre el lenguaje que implica escribir, o sea, volverse legible para otros, indescifrable, para sí misma? La vigilia del recién llegado. Nina es denodadamente inmigrante en la escritura: existe una zona de silencio, relacionada con la experiencia dolorosa de generaciones, que permanecerá en privado y al mismo tiempo será ofrecida como testimonio, y otra zona de un rumor espiralado, que contiene tanto el dialecto que la cohibía como el español que la aloja y la interpela.
La caracola narra la intimidad profunda de un acecho, que empieza en la infancia y continúa. Siempre precario, siempre sobre algo en fuga, visto desde el borde la visión, con el rabillo del ojo. El lenguaje está construido y asumido en esa precariedad. Y así, aparece, tal vez, lo luminoso. El fulgor sonoro dentro de una caracola.
Gloria Peirano es novelista y docente universitaria. Es Licenciada en Letras por la UBA. Publicó “Miramar” (2da. Mención del Premio de Novela de Página/12-2007) en 2012, por El fin de la noche, “Las escenas vacías” en 2016, por el Ojo del Mármol, “Manual para sonámbulos”, (en: “El lago helado”, Papel Cosido, UNLP) en 2019 y “La ruta de los hospitales”, (Segundo Premio del Concurso de Novela del FNA-2017, novela finalista del Premio Rómulo Gallegos 2020) en 2019, por Editorial Alfaguara. Es Cocoordinadora del Laboratorio de Escritura Académica (LEA) en UNTREF y Profesora Adjunta, en la misma universidad, de la materia Textos Académicos, en la carrera Gestión del Arte y de la Cultura. Es Profesora Titular de Morfología y Sintaxis, en la carrera Licenciatura en Artes de la Escritura de la UNA. Es coguionista de las películas “El día nuevo” (2016), “El estanque” (2017) y guionista de “La deuda” (2019), dirigidas por Gustavo Fontán.