Ph: Erol Ahmed on Unsplash
ABUELA AÍDA
Tuve dos abuelas. Claramente. Pero a una de ellas no la conocí. Falleció antes de que yo naciera, dice un mantra dentro de mí. Fue de la resistencia francesa me repetía mamá, durante la infancia. No hay documentación. Relatos, Versiones. Inconsistentes en la trama del discurso familiar. Pero quizás lo haya sido. Pero hoy les quiero hablar de Aida. Mi abuela Aída.
Yo mismo la conocí. Tomaba mate con mi mamá por las tardes en casa cuando venía a visitar, es muy frecuente ese recuerdo. Comía mandarinas, pelaba las frutas para todos. Al menos, para mí también.
El recuerdo es muy bueno. Usaba vestidos de flores y le gustaban los perfumes y los tés. Mi papá se los traía de regalo cuando venía de los viajes que hacía por la moda. Mi abuela era barrial, hay muchas historias que cuentan a mi abuela, muchas de ellas son riñas, dificultades. Dicen que se quedaba la noche preparando pepinos en salmuera en frascos porque estaba maníaca. Y que después los daba a cambio de viajar en los colectivos y otros servicios. Una vez fuimos a lo de mi abuelo Pablo y de Aida, un departamento de dos ambientes medio pelado, de visita o quizás para verlos porque estaban peleando, ese día conocí la caja de herramientas de mi abuelo. No lo recuerdo todo, pero recuerdo esa caja.
Era un departamento diferente al que teníamos con mis papás, que tenía alfombras, muebles muy confortables, mesas de mármol, empleadas domésticas. En lo de mis abuelos estaba pelado, una cama en la habitación y un mueble en la cocina. No sé qué es peor y qué es mejor. Era el destino, las vidas entrelazadas.
Me sentía bien con mi abuela, era muy tierna, profundamente tierna. Cuando me saludaba me daba muchos besos juntos. Eso no me gustaba, era muy pegote. Pero sentía su amor. Era un amor profundo, pegote, sí, pero muy profundo. Me imagino de dónde vendría, me gusta ese origen que se transmite entre generaciones. De dónde viene uno. De dónde viene el padre de uno, aunque reniegue de eso. Mi papá no era afectivo con mi abuela. La trataba muy seco. La llevaba y la traía. La dejaba estar con nosotros. Frente a mi padre ella estaba contenida. Pero si se quedaba al cuidado nuestro podía ser mala, obsesiva, y caprichosa. Creo que ella pensaba que éramos malcriados, no le gustaba que nos acostáramos tarde, nos gritaba.
Pero creo que esto sucedió a la vuelta de España, habíamos emigrado en el 89. Antes de eso había mayor contención. A la vuelta el abandono fue muy grande. Yo pasaba la semana en el Country durante el verano, todo vacío, solo o con alguno de mis hermanos. Mis papás pensaban que de ese modo lo estábamos pasando bien, dicen, y ellos seguramente tenían muchos problemas por la vuelta de la emigración. La familia desmembrada.
Antes de viajar yo me conectaba mucho con mi abuela Aída, la sentía muy cerca, no sé de qué hablábamos, pero me hacía muy bien su presencia, me gustaba que le diera mates a mi mamá y me hiciera barquitos de gajos de mandarina con la piel para el otro lado. Al mate le ponía Chuquer. Y charlaba con mi mamá.
Cuando empezaron a ir a los geriátricos, se iban pasando de uno en otro, siempre contaba los problemas con las vecinas de habitación. Le roban los perfumes y los tés. Contaba los complot de las enfermeras.
La extrañé mucho cuando estuve en España, pero no pude escribirle cartas, ni responder las que ella me enviaba, me decía que me amaba con toda su alma. Yo no sabía cómo responder a eso.
Soñaba con mi abuela, escribía redacciones sobre ella para mi maestra María Jesús del colegio Sefaradí de Barcelona. Pero no podía escribirle a ella, no sabía qué decir.
Al volver a Argentina, no podía conectarme tampoco con ella, habían pasado dos años, yo había cambiado, seguramente ella y sus circunstancias también. Venía a casa, ya era otro departamento. Se sentaba en la mesa del comedor y tomaba te con galletitas de agua. Hablaba con la empleada. Estaba sola. Yo me acercaba y me volvía a contar del geriátrico y sus remedios, de sus condiciones de salud. Tenía un juanete que le dolía.
La mesa era negra, de madera laqueada, las patas cromadas, arriba unas dicróicas, mis papás no estaban, estaban trabajando.
Recuerdo que un día tenía muchos mocos yo. Era alérgico. Me llevó al baño para mostrarme algo. Me puso agua en la frente, fría, y me frotó la mano. Sentí su mano, humana, suave y arrugada, entera, calurosa, y se me fueron los mocos. Nos volvimos a sentar.
Ya no hablábamos mucho.
Algunas veces la fui a visitar al geriátrico. Quedaba cerca de casa, pero la distancia parecía enorme. Yo ya tenía trece o catorce años. Me sentía muy raro en ese espacio de retiro senil, me presentaba a sus colegas y a las enfermeras. Me sentía muy solo, muy lejos de ella. No sabía quién era yo, cuál era mi lugar. Pero me gustaba estrechar esas distancias. Me sentía bien caminando hacia allí, pese a la posterior incomodidad, sabía que estaba haciendo lo correcto.
Un día fui, mi abuela ya estaba enferma. Tuvo un cáncer, no lo tengo del todo presente, creo que fue de pulmón. Sufrió mucho. Había otros nietos, algunos de ellos también la visitaban. Con los hijos tenía problemas. Una nuera también la acompañaba.
Ese día mi abuela estaba en la cama, tenía el respirador en funcionamiento, ya no había mucho para hacer, la vi desnuda en la cama, me impresionó, por muchos motivos, lo femenino, mi abuela, la vejez. La muerte. La tapé. Se despertó y me miró duramente. Me dijo, me abandonaste. Con enojo. Al salir me encontré con mi tía N. No recuerdo qué le conté. Me fui muy emocionado, turbado.
Ya no la vi más. O la próxima vez que la vi, iba a decir, fue en el cementerio de Tablada. Hacía mucho que no lloraba. Estaba muy desconectado. En el cementerio de repente lloré, me alejé y lloré. No me importó que mi familia me mirara. No quería llorar con nadie. Pero me hizo bien que se acercara mi primo M. Me abrazó y nos quedamos así. Me hizo muy bien ese abrazo. Hace tiempo me hacía falta.
Martín Glozman, Buenos Aires, 1979. Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y Magister en Escritura creativa por la Untref. Publicó los libros Salir del Ghetto, Help a mí, No hay cien años y Documento de María. Actualmente lleva adelante el proyecto La copa del árbol. Dicta talleres de escritura académica en la Universidad Nacional General Sarmiento.