ph: Kyle Cottrell on Unsplash
EL CASAMIENTO DE O
Hace muchos años, corría 2003, estaba en la fiesta de casamiento de O, la hermana de mi amigo W, de la infancia, junto a mis padres y mis hermanos. En ese entonces yo había comenzado a dar clases en la materia Literaturas Eslavas de la Carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires. Nunca había pensado que iba a cursar esa carrera, como si no hubiera estado escrito en mi destino, pero una vez habiéndolo hecho había entrado por un tubo a una experiencia intensa que me llevó hacia la docencia.
Mi mamá se dedicaba al psicoanálisis y mi papá a la ingeniería textil y el comercio. Mi abuelo Salomón era sobreviviente del Holocausto y muchas veces decía que era el dinero lo que lo había hecho sobrevivir. Objetos de valor en las circunstancias difíciles, el comercio en las fronteras. Repetía con el tono de un enigma frases como «es muy importante trabajar». Me miraba y simplemente decía eso, sin remate. Era esa la moraleja misma. Su suspenso, la vida.
No estaba escrito que fuera a estudiar Letras. Estaba muy perdido. Habíamos emigrado a España en el 89, a mis 9 años, y hubo un giro, una pérdida. Lo que yo creía que era realidad había dejado de serlo. Se había abierto una línea de tiempo en una infinidad de posibilidades y del Colegio Van Helderen en Salguero y Las Heras con mis queridxs y adoradxs amigxs había pasado al Colegio Sefaradí de Barcelona, un espacio educativo de muy pocos estudiantes, todxs emigradxs judíos de diferentes partes del mundo, las veces por circunstancias disímiles vinculadas a las ocupaciones de los padres.
Mi papá había pensado que con la moda podría irle muy bien en Europa, en Italia, junto a los grandes diseñadores, pero en España la lengua era más asequible. Finalmente el catalán no se le hizo fácil, y se rompió el lomo trabajando para devenir en lo que mi tío L una vez llamó fracaso. Se ve que era esa una dinámica muy trazada por la lógica del éxito y su contrario. Mi papá decía que era por la guerra del Golfo, que justo había viajado cuando se desató una crisis.
Dos mujeres rusas habían venido a nuestra casa unos días, iban a probar sus voces para la ópera, contaba mi mamá. Se había abierto la frontera con Europa del Este. Era un momento emocionante. Otras tías vinieron de Israel y de Buenos Aires.
Siempre estaba la promesa de que viajaría a visitarnos mi abuela Aída. Yo extrañaba mucho a mi abuela. También a mis amigxs. Nos escribíamos cartas. Las cartas de mi abuela eran difíciles de entender para mí, eran muy emocionales, parecían escritas desde otra época. La extrañaba. Pocas veces había podido responderle.
Cuando fui a la fiesta de O, como conté, estaba dando clases en Letras. Ese era y no era mi destino. Mi abuelo cada vez que me veía me preguntaba de qué vas a trabajar y me decía que la plata era importante. Mis papás se angustiaban, me decían lo mismo, esperaban una respuesta. Y yo por supuesto no sabía, era un joven con una vida de incertidumbres por delante. Cada decisión hubiera requerido de un acompañamiento más que de un cuestionamiento.
Las clases eran un desafío. Me exigía mucho y me ponía muy nervioso, palabra que usaba mi papá para describir mis estados de ánimo. Vos sos de ponerte nervioso, me decía. Estudiaba días y noches, y dejaba de cumplir con todos los compromisos para alcanzar las expectativas más altas, así sentía el compromiso docente, que consideraba sagrado.
Recuerdo una tarde de Iom Kipur, el día del perdón para los judíos, el más importante de todo el año. Nos dedicamos al respeto y el cuidado de los muertos y a pedir perdón y perdonar a nuestros semejantes por los conflictos que tenemos, un día de purificación y ayuno.
Había ido al templo en la calle Julián Álvarez donde mi abuelo Salomón asistía y era presidente de la comisión directiva. Al terminar el ayuno se cena con la familia. Las festividades judías, su folclore y sus cenas fueron siempre muy importantes en la historia de nuestra familia. Escritas con sangre en nuestra tradición.
Al salir del templo, avisé que me iba a la Universidad, era el teórico de Eslavas que daba Américo Cristófalo. Había conocido a Américo en la Universidad, enseñaba muy bien a Bajtín y Bataille, Benjamin, entre otros, grandes lectores de Baudelaire y Dostoievsky, y teóricos de la experiencia. Pero nuestra relación se había afianzado en la casa de Evaristo Carriego, antigua casa de la poesía y biblioteca de la ciudad en los años de Ibarra en la calle Honduras. Era la presentación de un libro de Roberto Raschella y Américo atendía el puesto de la Editorial Paraíso que dirige. Nos saludamos y hablamos del Asilo de Burzaco, donde había pasado la infancia mi abuelo Pablo y donde él mismo, Américo, había dirigido la revista Mitzvá muchos años después, que en hebreo significa bendición. O don. Es una de las palabras más importantes de la tradición. Algo que se da y que hace un bien, más allá de la finalidad y la adquisición de algo a cambio. En esa revista escribían los que luego fueron mis compañeros de Literatura Europea del Siglo XIX y Tzvi Grumblatt, hermano del actual presidente de la Comunidad Lubavitch en Argentina, a quien conocí en el lecho de muerte de mi abuelo Salomón.
Mi abuelo se acercó a hablar conmigo a la salida del templo, pocas veces lo hacía. Cuando sucedía esto era por cuestiones que ahora sé eran importantes. Solamente me preguntó por qué iba a la facultad, no como un reproche o un pedido de que hiciera otra cosa sino como forma de diálogo. Esperaba una verdadera respuesta, esperaba entender o conocer algo. Una clase de literatura –le dije- era tan importante como ir al templo.
Me emociono al escribirlo porque tiempo después dejé todo lo vinculado con la docencia en la Universidad. Y esta decisión está relacionada con este cuento, que puede leerse en clave como la serie de un conjunto de malas decisiones, o como una serie de decisiones en búsqueda de acercarse cada vez más a algo más sagrado, que me ha llevado, aquí no lo cuento, a la pérdida, de la que después me pude recuperar, como anticipó el oráculo del que les quiero hablar.
Ese día llegué al teórico y mis compañeros, y tal vez los estudiantes me miraron, era sagrado para mí, pero llegaba tarde y de traje a la facultad. Me preguntaron de dónde venía y conté. Llamó la atención. Del templo, con el altar y el rabino, una forma de arquitectura que luego pude ver en las sinagogas de Cannaregio, el antiguo ghetto veneciano donde se leía el Zohar –libro clave de la cábala judía- en la edad media, a la facultad de Filosofía y Letras, con los afiches y las mesas de libros, las paredes pintadas y el aula con estudiantes de todos los orígenes, clases, y historias familiares, había un paso.
Un paso que yo estaba dando. Estaba saliendo del Ghetto.
Mi abuelo no entendía por qué. Él también estudiaba Letras pero eran Letras hebreas. Yo le explicaba eso. Que la Literatura era una, cuando descubrí Walter Benjamin le hablé de él. De la integración entre cábala y misticismo judío con pensamiento moderno occidental. Walter Benjamin también era un paria. Mencionaba además la tradición de la literatura rusa, tan cercana a nosotros. Esa literatura para él se vinculaba con los pogroms –invasiones entre pueblos, acosos de minorías, que desde niño escuché en historias pobladas de fantasmas. Lo ajeno en esas aldeas se asociaba a los enemigos, los que nos habían matado. Y lo propio era aquello de lo que no nos podíamos despegar. Plagada de seguridades y temores esa identidad establecía una divisoria muy fuerte con los otros en el momento de tramar lazos fuertes.
Yo veía más allá de todo esto, o no veía esto. Estaba tan metido adentro del pozo, que no me daba cuenta cómo chapoteaba en diferentes aguas.
¿A cuántos nos pasó esto? Los nietos de la emigración.
Mi mamá bajó por una escalera. Yo me había encontrado en ese salón de fiestas de Giesso –un diseñador de lofts y agente inmobiliario en San Telmo- con todos mis amigos de la infancia del Country el Venado, acerca del cual Ariel Winograd realizó su película Cara de queso –mi primer ghetto-, algo que yo también puedo recordar.
En el Venado jugábamos al fútbol, la competencia era aguerrida, en las salas de juego se apostaba fuerte también, pasábamos juntos los fines de semana, éramos hijos de empresarios. Quería mucho a mi amigo N del Van Helderen que venía conmigo al Country. Él y W eran mis mejores amigos. Lo pasábamos bien. La ingenuidad de la infancia permite trasvasar esas fronteras como el agua los barrotes de hierro de los puentes. Soy heredero de esa transmigración.
Me sentía muy tenso.
Me había pasado algo terrible en la clase del jueves en la Facultad y ahora era viernes. Me había bloqueado, como un ataque de pánico, me sentía observado por los estudiantes, como una liebre bajo la vigilancia de un farol, y no podía hablar, creo que temblaba, estaba en tensión, era tanto contenido el que tenía para dar, y mis alumnos eran colegas, algunos mayores que yo. Recién empezaba. Me sentía presionado. Y muy solo. Durante la clase me sentía solo.
Mi mamá me dijo vengo de ver a una gitana que me leyó los números. Cómo, le pregunté. Hay numerólogas pero es una truchada, te dicen cualquier cosa. Tenía miedo a la suerte pero si no era serio quizás podía arriesgarme. Ese día la perdí.
Subí las escaleras hacia un entrepiso de metal, Giesso mantenía el estilo de los lofts también en su salón de fiestas. El espacio era oscuro, no recuerdo si cálido o frío. Una mujer me miraba desde la oscuridad mientras terminaba de subir los últimos peldaños, me perdí en el entorno, llegué hasta ella atravesado por su mirada, una pequeña mesa, una libreta y una birome. Vení, sentate. Decime tus números, fecha de nacimiento, nombre, lugar de nacimiento, etc. Hizo cálculos, se tomó un tiempo, me miró y empezó a hablar. Me llegaron sus palabras. Se abrió una dimensión nueva para mí. Describió mi persona. Dijo exactamente lo que me pasaba en ese momento, mi estado de ánimo y mi fobia, mi encierro interior. Solo volví a sentir esta dimensión, tiempo después, al leer Los tipos psicológicos de Jung, en la descripción de los carcteres introvertidos. Y quizás cuando una novia de la facultad me envió un texto de un terapeuta que después consulté sobre la fobia, era lacaniano y los resultados fueron malísimos.
Vas a sufrir, me dijo la numeróloga. Vas a tener diez años de dolor. Sos soberbio. Vas a estar muy solo. Dentro de diez años vas a conocer a una mujer. Te vas a sanar con ella y con la ciencia.
En ese momento le dije que yo hacía literatura, no ciencia, no me reconocí en esas palabras. Sí, eso es una ciencia. Y me habló de la salud.
Me dijo algunas cosas más que aún recuerdo. Me quedaron grabadas esas palabras como el fuego graba el hielo. Lo derrite, deja una nueva impronta, una memoria del futuro que va a venir. Me sentí muy bien, no por el dolor, sino porque sentí que mi destino tenía un sentido y alguien había descrito en detalle y por primera vez lo que me pasaba, que era verdaderamente solitario y doloroso, pero que era, yo lo sabía, mi propia identidad, mi búsqueda, yo mismo.
Martín Glozman, Buenos Aires, 1979. Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y Magister en Escritura creativa por la Untref. Publicó los libros Salir del Ghetto, Help a mí, No hay cien años y Documento de María. Actualmente lleva adelante el proyecto La copa del árbol. Dicta talleres de escritura académica en la Universidad Nacional General Sarmiento.