ph: Noah Buscher on Unsplash
SOBRE LA FACULTAD DE PLAGIAR
Cuando ve una idea, no un fenómeno completo, tampoco siquiera la idea plena, tan sólo su esbozo, porque aunque quisiera sabe que no, que ése es su límite, apenas la intuye ya empieza –frágil, sin saber si ya tiene suficiente– a imaginar cómo sigue, y la ve tal como es, perfecta, germinativa, de un alcance casi inagotable, y en ese momento sabe que es única, justa, es su destino. Y sufre. Porque teme que quizás no alcance. Pero en el fondo ya sabe que sí, que la tiene de nuevo, la espera hace años, y ríe, casi podría bailar, porque sabe también que ella, perfecta, tiene un mundo entero comprimido adentro y ahí sí, lo único que sigue es trabajo. Lo que en ese momento contempla –esa es su droga– no es siquiera un fragmento de idea sino algo mucho más primitivo e inalcanzable: la fuerza que la hizo nacer, la torcedura lógica que llevó la nada a algo y a partir de la cual todo lo que sigue es natural, fluido, perfectamente propio. En un momento de debilidad y confusión piensa, si hubiera sido mía, si hubiera visto nacer ese fantasma borroneado de imagen que me hubiese llevado a poblarme plenamente de las otras, por fin necesarias, justas, irreemplazables, totalmente mías. Pero no. Sabe que eso no es lo suyo.
Así vive y padece el auténtico plagiario. No el ladrón barato, apurado, que copia y pega con desesperación y llega a pegar dos, tres veces lo mismo y es todo angustia, un precio a pagar –pasarla mal, ver no el origen sino el fin y la destrucción de todas las cosas– para alcanzar ese lugar que sólo él imagina, luego del cual sí, cree que podrá por fin con calma dedicarse a lo suyo y hacer su obra, sino el plagiario de valor, el que sacrifica todo, empezando por su nombre, para alcanzar algo que sólo a él le es dado, la pura originalidad. Porque la originalidad, se sabe, no es otra cosa que la proximidad con el origen. Y como valor estético que, aunque agonizante, se mantiene vivo todavía, la originalidad hace del plagiario su héroe, siempre el mismo, el autor del robo original. Sólo el plagiario está en condiciones físicas de mantenerse con ese rigor en contacto con el origen, con la aparición de la idea.
Es, dice para sí, simplemente un modo de relacionarse con todo lo que es. Verlo parcialmente, probar siempre el límite, porque el plagiario sabe, y quizás sea el único que experimenta plenamente esa verdad, que si se llega al final, si se ven todas las cosas, si se leen todos los versos alguna vez escritos, si se oyen todas las ideas alguna vez pronunciadas, ¿quién podrá todavía animarse a la idea, quién podrá creer que algo más que su voluntad expresiva, creyéndose único, le da derecho a aspirar a lo nuevo? Es mucho mejor callar. Y ya no querer decir nada.
El principio vale incluso para plagiarse a sí mismo. Como cuando se revisan notas viejas y no se entiende nada. Porque lo necesario para entender esas notas, las propias o las de otros (para el plagiario y también para el crítico, que en este punto es su otro), no es acceder a lo que en ellas se dice, al simple accidente del sentido, sino a la energía que hizo nacer todo eso y le dio esa forma contingente: por eso la obra terminada es la muerte de la intención. Lo hecho, en ella, se independizó ya del origen.
En el plagiario, por eso, tiene hoy su último refugio la creación. Es el guardián de unas ideas que nadie más que él sabe cuidar, ni el que auténticamente las crea (pero ya casi no quedan), porque no sabe lo que hace, ni, en el otro extremo, el ladrón, que sólo vive para destruir. En la figura intermedia del plagiario la ilusión de la creación tiene todavía algo a lo que aferrarse.
Valentín Díaz es ensayista, docente e investigador.