Playa

¿Por qué a mí no me molesta? Santiago Moabre

ph: OC Gonzalez on Unsplash

¿POR QUÉ A MÍ NO ME MOLESTA?

Santiago Moabre

Ni bien salimos de la ciudad, el micro se desvió de la autopista y paró frente a una agencia de turismo con los vidrios rotos. Subieron una mujer, una anciana y un tipo de overol.

–No me digas que es el que para a cada rato –dijo Fernanda–. A este ritmo, vamos a llegar a las diez de la noche.

Como yo había comprado los pasajes, me sentí responsable y pedí disculpas.

–Todo bien –dijo Claudia–. No te diste cuenta. Estás perdonado.

Nos estábamos yendo a pasar unos días a Cariló. Veníamos desbordados de laburo y necesitábamos desconectar. A estas escapadas las llamábamos “retiros de escritura”. Cada uno llevaba un texto para trabajar y compartir. Fernanda tenía pensado continuar con su diario de una adolescente punk en los noventa; Claudia tenía que ultimar detalles de un libro de cuentos para niños; y mi intención era terminar un cuento sobre la guerra de Vietnam.

A los pocos kilómetros volvimos a parar. El chofer y el acompañante bajaron a la vereda y encendieron cigarrillos.

–¿Y ahora qué? –preguntó Fernanda.

–Parece que esperamos a alguien –dije.

Enfrente había una plaza, un borracho, perros, más perros, una zanja y fábricas envueltas en humo amarillo. A los diez minutos, de entre los pastizales, salió una mujer con un bolso rosado. Tenía una campera rompe vientos y las botas embarradas. Presentó el boleto y subió. El chofer y el acompañante terminaron el tercer cigarrillo y subieron.

Entonces la mujer apareció en el segundo piso, caminó por el pasillo tambaleándose y se ubicó en el doble asiento de atrás de las chicas, dejando un vaho a lavandina en el aire.

Nos volvimos a poner en marcha. Ahora estábamos en la ruta y todo lo que veíamos era campo, carteles de publicidad quemados por el sol y casas aisladas, vacas y alambrados.

–Me está doliendo la garganta –dijo Fernanda.

–Debe ser el aire acondicionado –dijo Claudia.

–¿No querés pedir que lo bajen? –me preguntó Fernanda.

Hablé con el chofer del micro y, de mala gana, lo bajó. Volví a mi lugar. No sabía dónde estábamos, pero debían faltar como tres horas. Afuera el cielo se había puesto verde y crujía como la cuerda de un ahorcado.

–En cualquier momento se larga –dijo Claudia.

–Odio viajar con lluvia –dijo Fernanda.

–A mí me encanta –dije.

Fernanda sacó el equipo de mate y me preguntó si tenía el termo.

–Acá está –dije.

Era otra de las tareas que me habían asignado: llevar agua caliente.

Tomó el primer sorbo y dijo:

–Está fría.

Era mi segunda falla en el día.

–Me voy a fijar si hay agua caliente en el dispenser –dije.

–La culpa –dijo Claudia.

Por suerte, había agua y llené el termo.

Afuera parecía de noche. Mis amigas hablaban del último escándalo en la farándula, de anotarse en Literatura Norteamericana y de qué chica me podían presentar. Les divertía buscarme candidatas de la facultad. De todas las que me habían presentado la única que me gustó fue Jimena. Poeta, acróbata y traductora. Recién separada. Un encanto de chica. La segunda vez que nos vimos me dijo “hermoso”; a la tercera, me dijo que se estaba enganchando. Ahí mismo dejó de gustarme. Apenas me conocía, y temí que fuera ese tipo de personas que pasan de una relación a otra porque no saben estar solas.

–Julia es fotógrafa y modelo –dijo Claudia y me mostró un par de fotos en el celular–. Tiene diecinueve años. Es chica para vos, pero creo que te puede gustar.

–Es hermosa –dije.

–Pero si no pegan onda, no te borres –dijo Fernanda.

Las dos estaban sentadas con las piernas cruzadas. Yo no sabía cómo ponerme. Tenía una contractura en el cuello, dolor de cabeza, las fosas nasales resecas por el polvo de los tapizados. Me sentía incómodo, molesto. El mate pasaba de mano en mano y comíamos galletitas de arroz y algo de toda aquella situación no me cerraba. Entonces Fernanda contó que en agosto viajaba a Rusia a hacer el Transiberiano.

–No te puedo creer –dijo Claudia.

–Sí. El plan de G es ir de Moscú a Beijing.

G es el marido de Fernanda. Se dicen así: el señor G y la señora F.

–Siempre quise hacer ese recorrido –dijo Claudia.

–Yo todavía tengo mis dudas –dijo Fernanda–. No sé si quiero hacer un viaje tan largo. Ya estoy grande. Quiero quedarme en un lugar, tranquila. No quiero ir de un lado a otro.

Claudia contó que tenía planeado seguir el vuelo de las golondrinas hasta California con su hija de once años. Al rato le dio sueño: corrió la cortina, se acomodó y se echó una manta encima. Fernanda también cerró los ojos. En algún momento, la mujer de la rompe vientos se cambió de asiento y quedó atrás mío. No soporto la cercanía de otra persona si está fuera de mi rango visual. Siento que invade mi privacidad, que mira por encima de mi hombro. Me pasa lo mismo en el subte, donde además creo que me van a robar. Pero me quedé en mi lugar y continué con la lectura de una novelita. No podía avanzar. Todo el tiempo sentía la presencia de la mujer, como si me respirara en el oído, o estuviera adentro mío. Le llegó un mensaje de texto –tenía el ring tong clásico, el que parece un pajarito–, y la escuché deletreando una respuesta: “es–toy–en–ca–mi–no”. Me causó gracia. Imaginé que escribía con un dedo. Imaginé el dedo nudoso de artritis, descolorido por el detergente.

Entonces no le llegó uno, ni dos, ni tres: le llegaron cinco mensajes seguidos. Fernanda despertó como de una pesadilla, se orientó hacia la mujer y le dijo:

–¿Señora, podría bajar el sonido de su celular, por favor?

La mujer no contestó. Siguió recibiendo mensajes. Fernanda levantó los hombros e intentó volver a dormirse. Pero ahora el sonido de los mensajes era más alto, le llegaba uno atrás de otro. Claudia se dio vuelta y le pidió si, por favor, lo podía apagar.

–Queremos descansar –dijo.

La mujer no sacó la vista del teléfono.

Cuando volvió a sonar, las chicas me miraron y Fernanda dijo:

–Tu turno, querido.

¿Por qué si a mí no me molesta?, pensé. Pero me di vuelta y dije:

–Disculpe, señora.

Nada.

–Disculpe –insistí y como no me respondía pasé la mano delante de la pantalla del celular.

Para qué.

–¿Tanto les jode que me esté mensajeando con mi hija? –dijo–. Ustedes estuvieron hablando toda la mañana y no les dije nada. ¿Se creen que por que tienen más plata que yo pueden hacer lo que quieren?

–Tranquila, señora. Quizás no sabía que se le puede bajar el volumen al aparato –intervino Claudia.

–Qué maleducada –dijo Fernanda, se puso los auriculares y se desentendió del tema.

–Es un botón de ahí al costado –le señalé a la mujer.

–¿Encima me tratan de pelotuda? Somos todos iguales, eh. Comemos, cagamos y vamos a terminar todos en el mismo lugar. No sé qué se hacen. Si tanto les molesta, tómense un avión.

–No es para tanto, señora –dijo Claudia–. Tranquilícese.

La mujer se parecía tanto a mi abuela –por el chaleco y los anteojos en la punta de la nariz– que sentí culpa y ganas de llorar. Mi abuela trabajó en casa ajena toda su vida para pagar el boleto y el guardapolvo de sus hijos. Esperaba el colectivo todos los días a las cinco de la mañana. En invierno se moría de frío y de miedo. Sola en ese paraje solitario. Me convencí de que esta mujer también trabajaba de mucama y ahora se dirigía a limpiar la casa de alguien. Volví a la lectura porque el mundo no podía ser peor. Pero la novelita también era tristísima: un veterano en sillas de ruedas con miedo a morirse y que se mueran las personas que ama pasa a cada rato por la habitación de su hija para imaginar cómo será todo cuando ella no esté más. Claudia hizo algo inteligente: sacó una revista y se puso anteojos de sol. Yo aguantaba la respiración para no molestar a la mujer. Quería olvidar rápido lo que había pasado. Pero ella se movía con exageración para que supiéramos que seguía ahí, enojada, dispuesta a pelear.

Al rato tocó mal un botón y se escuchó la voz de una nena con un fondo de sirenas de ambulancia:

–Mamá, contestá.


MoabreSantiago Moabre (Buenos Aires, 1988). Es escritor y editor. Publicó El idioma de las películas (Barnacle, 2016) Como editor, dirigió la colección narrativa de Griselda García Editora y fue socio fundador de Hwarang. Próximamente lanzará su sello editorial El perro malísimo.