Salina

Pavana para un infarto silente. Luis Chitarroni

ph: Samuel Scrimshaw on Unsplash

PAVANA PARA UN INFARTO SILENTE

Luis Chitarroni

 

Reloj que el relojero entierra después de volverlo a montar, y cuyos engranajes torcidos hablarán un día de Dios a los gusanos.

 Samuel Beckett

Las ilustraciones eran grabados en madera, ejecutados con esa tosca prisa por ver el trabajo concluido. La verdadera pornografía nos es dada por profesionales de ilimitada paciencia.

 Thomas Pynchon

 

No es fácil encontrar al leopardo de las nieves, tampoco a Cordelia.

No, por lo menos, en un paisaje que se inflama de maras, carpinchos, coatíes, anofeles, anacondas, tapires, coipos, tamanduas, caimanes… Yarará, mosca muerta. Esta circunstancia hace que los dos se vean cara a cara en el montacargas de polietileno. Que se trata de un montacargas es evidente a causa del tamaño. Pero, ¿qué tenía que transportar para estar hecho de polietileno? Al leopardo le basta ver la cara de Cordelia para saberlo. En realidad, el principio que rige a las grandes dimensiones de lejos puede aplicarse a todo lo que nos queda cerca. Hubiera sido lícito también que ambos se encontraran en una máscara de oxígeno.

El leopardo sospecha que resulta imprescindible pensar en esas cosas cuando la mayoría de las minúsculas se comportan como misterios adolescentes, tan fáciles de despejar o espantar como las adivinanzas.

No se sabe si lo entiende bien, y por lo tanto que no es una estrategia de indulgencia. Que Cordelia extraiga sola las conclusiones acerca de lo que estaba buscando él. Si las introspecciones ocuparan su lugar en el espacio, el mundo estaría abierto de par en par, como Sebastopol, como Dublín, como Berlín Alexanderplatz.

Mientras tanto, los llevan a otro sitio. Esa era en definitiva la función del montacargas. El leopardo le pregunta a Cordelia sin tapujos de qué está huyendo. Asisten, a su alrededor, una cantidad creciente de insectos y poleas, pasajeros de una disputa que cuesta trabajo adivinar a qué obedece.

 

 

Las razones que sobran en otros lugares son las únicas pausas que podemos presentir, desde que vaciaron los pozos que nos acostumbran a evitar. Los pozos estaban vacíos antes de que ellos se obstinaran en hacer lo que hicieron. Sí, conocí a una lombriz que había conocido también los túneles cuando estaban llenos. Ella no quería renunciar a su canasto. Había quedado allí desde la última mudanza. Las mudanzas no deberían ser cuestiones de familia. No siempre lo son. Aquí estamos. Y corremos el riesgo de encontrarnos con la lombriz. Si estuvieran planeando eso que supongo que ignoran que planearon, los llevarían de nuevo a casa.

En caso de falta de necesidad, prefiero ser francés, siempre, se dice en voz bajísima el leopardo de las nieves cuando ve el libro que Cordelia trae con ella: Tarcisia en el país de las ventanillas. ¿Un viaje a través de la transparencia?

Los movimientos que los obligan a acercarse son íntimos, ínfimos, parejos, obedecen al designio rítmico de un pájaro carpintero. ¿En busca de mecanismos de reloj escondidos en la madera que puntúa?

Si la noche se cayera, aunque permaneciéramos juntos y aislados, no veríamos nada, se dice Cordelia. Podríamos mantener la distancia. Si descubriera que el pájaro carpintero está de veras ahí, no mantendría distancia alguna, obligaría a que lo buscáramos. Las cosas no aparecen de repente porque uno se pone a buscarlas. Puedo asegurar que sí, piensa Cordelia.

Empiezan a sumarse ruidos fuertes, que cambian la idea que ambos se han hecho de cómo los estaban sacando de ahí. Sobre todo la que se ha hecho Cordula del lugar al que estaban transportándolos. Y de la distancia que los separaba. ¿El pájaro carpintero se fue de tu casa porque lo vieron salir de la canasta con la lombriz en el pico? El pájaro carpintero es incapaz de mentir.

La lombriz era incapaz de decir la verdad. Si sumáramos a la verdad lo extraordinario, afirmaríamos: verdaderamente incapaz. Palmo a palmo. Por  eso alcanzaba así, con esa lentitud, lo mismo. Lo disímil en lo idéntico, el principio de inexactitud… Se desplaza tan lentamente, se dice Cordelia, porque se dedica a confundir. Sin embargo, se niega a creer en un argumento tan obvio y abstruso, tan abstruso e innecesario, como que el motivo por el que algunas de las criaturas que nos rodean, e incluso algunas de las más deliciosas criaturas que no nos rodean, y andan por ahí zumbando, meneándose, contoneándose, se niegan a dar un paso adelante solo porque, y eso no puede saberlo, ni puedo saberlo a ciencia cierta yo, con todo mi criterio y mi poderío recóndito, el ejercicio les alargaría las piernas. Se niegan a dar un paso adelante porque no es necesario, como la lombriz enseña, tener patas de algún tamaño para mentir. Pero es necesario. Es necesario entrenar y entrenarse, estrenar las antenas, para dar un paso en falso. Y, de buenas a primeras, atreverse a contar la verdad, equivale siempre a dar un paso en falso.

El pájaro carpintero lo hizo. Nadie nos ha absuelto sin estremecimiento. Nadie tampoco nos ha encontrado culpables. Pero, qué, qué hizo Cordelia para estar ahí, en el montacargas de polietileno. ¿Se atrevió a mentir la verdad o a simular que había hecho las dos cosas (mentir la verdad era la menos importante) y que daba, de prisa, un paso en falso para ocultarlo o ponerlo en evidencia?

Los cuerpos empezaron a alejarse. Les brindaba la oportunidad de festejar que se hubiera elegido para el traslado un vehículo tan grande. Cordelia se escondía con la soltura que caracteriza a las niñas de su ingenio, y daba la impresión de estar a la vista (¡estaba!), pero muy atenta, muy ocupada haciendo algo que no era menester hacer si se carecía de refugio. El leopardo de las nieves permanecía con esa falta de reserva manifiesta que las encías, color encía de leopardo de las nieves,  y la saliva, expectante o suspendida, transmiten a quienes se obstinan en visitar lugares tan escarpados con el propósito o la intención de observar el tamaño de las bocas.

Una especie de noche superflua y edéntula iba quedando en las esquirlas de día plenipotenciario, de crepúsculo a sus anchas. Los animales y árboles enormes están a punto de deshacerse cuando estas cosas ocurren. En cambio, hay pequeños trofeos de la coronilla de Cordula que se negaban a la extinción con una nacarada suficiencia.

No hubo un oscurecimiento, que es lo que se necesita. Un fundido en negro. Y, de repente, el polen comienza a esparcirse. Esas transiciones de la luz diurna despiertan por lo general a los ácaros, o los ácaros son acaso un fenómeno del estornudo que ocasionó al leopardo de las nieves un relieve tan inmenso de sal.

Nunca había estado en un salitral, pero lo mismo podría haberse dicho del montacargas: nunca había estado en uno pero conocía bien el estado de incertidumbre que provoca su interior. ¿Qué agregar de la intemperie del desierto de sal?

Cordelia lo miraba de frente con la misma incredulidad. Acaso no haya exterior o exterioridad de la salina, dicho sea por dentro, se dijo Cordelia, y ya que no sabemos qué nos puede la insolvencia reservar. O la enfermedad. Por lo menos permaneceremos dentro del montacargas de polietileno, se encargó de enfatizar el leopardo de las nieves con un gruñido breve, a quien el disgusto le sentaba. A causa de los bigotes ceñidos, a causa de que la cara de los leopardos de las nieves parecen haber tomado por seguro un modelo trazado por un tigre que transformó un grano de sal o de arena en una esfinge. Acaso porque esos maravillosos ejemplares felinos miniaturizados por artesanos de infinita paciencia no corren riesgo de convertirse, pornografía mediante, en Alicia entre transparencias o a mujer de Lot incapaz de mirar la ciudad que dejaba atrás, Sodoma o Gomorra, ciudades del llano. Debió de ser la sal en vuelo la que la hizo estornudar, no el polen, se excusa con el lector Cordelia, que no estornudó. Debió de ser la moral que perdió la que la ayudó a suspirar. Pero nada había perdido el leopardo de las nieves, solo se había ocupado de redondear un bostezo. Demasiado temprano, demasiado bostezo. Era el mediodía. Llegaron las ortigas vecinas en los hombros de unos escarabajos. No ven a los escarabajos aunque Cordelia se encarga de hacer pie. ¡Qué altura desarrollan las nubes cuando Cordelia puede, después de muchas maniobras, despedirlos! La altura de una pantera nebulosa, sin más ni más.

En el mismo diagrama de posibilidad se amontonaban además una oruga grandísima y un rebaño de globos.

El leopardo de las nieves tiene la posibilidad de desentenderse de la oruga, pero esta se prenda de una de sus garras. Las garras del leopardo tienen una calidad única, a menudo admirable, en el ejercicio de estar en contacto con materiales traslúcidos o diáfanos. Alguien pudo haber notado, por ejemplo, el carácter mimético de esas involuntarias joyas, pero no la oruga, que progresa en su ascenso a la textura que la atraía de verdad. Aunque veía mal, su mirada enorme, solo un efecto de los ocelos. Que el itinerario comenzara ahí abajo tenía algo de presagio y algo de engaño. En realidad, los trabajos del amor suelen a veces no descartar esos primeros pasos. Cordelia le sonreía a la oruga como si lo supiera.

 

Los designios son invisibles. Son hasta obstinadamente invisibles, protegidos por una leyenda o una ley secreta. O por una ley cualquiera. Como se ha dicho, concurrían demasiadas cosas al montacargas de polietileno. Algunas adquieren una condición accesoria que se olvida de inmediato, como el polen o los globos. Podríamos hacer caso omiso de la propia oruga, enaltecida por briznas o una ortiga, si su enamoramiento fuera menos notorio y persistente.

Un viaje, un gran viaje tampoco se ve, como un puente. Entre los trayectos que nos toca desechar, el de un monolito en el tiempo y el espacio es esencial para la vida o la resurrección de la amnesia, como si esta fuera una custodia, una vigilia del olvido. Y el de un puente levadizo olvidado en un paisaje de ruinas muy sólidas. El viaje de un lugar a otro se justificaría en los libros si lo alentara una voluntad firme, una decisión enfática, unánime. No es el caso, aunque sí el de Tarcisia en el país de las ventanillas.

Esta historia desmedida atraía a las niñas como Cordelia desde que el reflejo de una pantera nebulosa le confía a Tarcisia el pequeño reino de Abascalia. Tarcisia no sabe bien qué hacer con un reino tan bien manejado y logra cambiar el ordenamiento de los pasajeros en el tablero en el que viajan. Los pasajeros lo consideran una especie de tiranía. Si bien nadie es tan absurdo como para considerarla permanente, esa condición pasajera cambia también la condición de Tarcisia, que debe por lo tanto cambiar de ventanilla. Desde esta, es imposible ver, o siquiera vislumbrar, a la pantera nebulosa, que inicia su ascenso sin que Tarcisia lo advierta. Hay otra pasajera, sin embargo, que puede hacerlo —ve ese criptograma de manchas en ascenso— y grita. Grita desconsoladamente y el mundo se ciñe y Tarcisa decide cambiar de actitud. Si Abascalia necesitara permanecer tal como el cilindro con ventanillas lo establecía antes de que ella se pronunciara, algún viejo diplomático tendría que habérselo hecho saber. Solían filtrarse en sus alfombras mágicas, presentarse como nigromantes, no responder plegarias, conceder uno que otro deseo, uno que otro capricho. El viaje se consideraba un arte superior a todo. Ars ambulatoria.  De modo que donde el viaje terminara, crecería la maleza. La inercia que todo lo domina. Tarcisia insistió en recuperar su posición anterior. Ahora fijamente la pasajera que gritó la miraba. Le presentó a un hechicero. Era un hombre de barba recrudecida, que profería amenazas alarmantes, pero que, acercándose a ella, la calmó. Alrededor de su barba, un remolino se insectos. “Cesen ya, artrópodos vehementes, o voy a hacerlos estallar en el aire o a precipitarse, espíritus inmundos, dentro de un porcino hediondo, en el Mar de Tiberíades.”

Tarcisia rogó solo por un poco de oscuridad. La oscuridad apenas la rozó, no se apoderó de todo. A disposición de su alteza estaban los escalonados reinos de Oriente, con sus odaliscas, sus eunucos, sus cobras bizantinas. El heresiarca abominaba de esos placeres que un arca puede, precisamente, transportar en la palma de su mano. El nigromante aborrecía las tempestades interminables a las que nos somete la soberbia del mar. El hechicero luchaba cuerpo a cuerpo día a día con otros hechiceros, profetas y heresiarcas que se interponían entre él y la legítima magia, la inmensa, a cuya oscuridad no sometería nunca a su alteza, porque reduce la bondad del cielo a una delgadísima línea de luz, una hendija, una estría… ¿No existe acaso en la Tierra, como en los libros, una hendidura de cortesía? Podía acceder a ella para abrir de par en par el que quisiera puntualmente leer.  No necesitaba la emperatriz de Abascalia jugar con los sentimientos de los pobladores, si mantuvieran su lugar, podría cobrarles, antes de que bajaran, doble diezmo. Todo lo redoblado afianzaba la penumbra y la bajeza. Tarcisia comenzó a multiplicar sus encantos entre los animales que no veía, hasta que una oruga oscilando en el peristilo de una orquídea le dio una última oportunidad. Si cerrara todas las ventanillas, podrían cambiar de reino, entrar de lleno en la nebulosa de la pantera. Y todo se iluminó.

Cordelia y el leopardo de las nieves se habían quedado oyendo. Oían las modulaciones de la traición que provocan la quietud y el silencio. Por un instante los asaltó —no solo a Cordelia— el arrebato de estupor y de asco que NO interrumpió un intercambio. No había aquejado a una zarina de tobillos tontos y gordos, siempre disfrazados y ocultos, disimulados, y a un eunuco muy servil, de rodillas. Él, tan apto para las  abyecciones a distancia que no importaba cuán remoto estuviera su serrallo del chiquero en el que ella se revolcaba inmundamente, tratando una vez más de ocultar detalles íntimos de su anatomía defectuosa. Era otra historia que un nigromante solucionaba con sabiduría en el mundo de las ventanillas. En una, en particular, particularmente obstruida por huellas digitales de todos los que no habían podido subir.

No los reinos perdidos, pero la consideración del mundo, y el mundo mismo que nos rodea, que previó tal vez el paráclito, lombrices, talismanes, desiertos, salitrales, tempestades, ortigas, orugas, partículas de nieve, cristales, azores, redondeles, rebeliones, rizos —bucles—, cefalópodos y celofán, buzos, hipótesis y herejías, roturas, renglones (la distancia en un índice onomástico, no el de cualquier libro, entre Tati, Tarski y Tarzán), Tarcisia en el país de las ventanillas, termostatos, ocupantes que han llegado al hogar a lo largo de autopistas, rutas interminables, unos y ceros, ábacos y caléndulas, panteras nebulosa, cadenas de fichas de dominó, hendiduras de cortesía, entran en la máscara de oxígeno entre Cordelia y el leopardo de las nieves, que siguen acercándose.

 

 


Luis Chitarroni, docenteLuis Chitarroni es escritor, crítico, editor. docente. Comienza esas actividades en los ochenta, como coordinador en cursos particulares y seminarios en distintas instituciones («Taller de narrativa creativa», «Seminario sobre crítica», «Cómo leer entre libros»), colaboraciones en diversas publicaciones (Sitio, Vuelta, Conjetural). En 1986 comienza su trabajo de editor en Editorial Sudamericana,  que continúa hasta hoy en La bestia equilátera). En 1992 publica Siluetas (JG editor) y luego El carapálida (Tusquets), Los escritores de los escritores, (El Ateneo), Antología del cuento breve y oculto (con R. Brasca, Sudamericana), Peripecias del no (Interzona), traducida al inglés por Dalkey Archive como The No Variations, Breve historia argentina de la literatura latinoamericana [a partir de Borges], MALBA, La noche politeísta (Interzona), Pasado mañana